El centauro enloquecido olfatea la noche.
En su espalda moran cientos de peces diminutos, en constante desove.
Sus crines de grueso animal nocturno entretejen aseveraciones multiplicadas en el infinito infernal de lo inacabado.
En sus cuencas, reemplazó sus ojos por dos trozos de vidrio.
Espera, sin respirar, el cortejo fúnebre que se le ha prometido.
Transformado, degradado, la Cuarta encarnación recoge sus extremidades (a veces 4, a veces 6, a veces número exponencial que tiende a infinito y a cero, porque la Naturaleza esperable de las cosas ha muerto con Ella) y espera, amarrado a una mesa de roble.
La rotación del planeta se ha detenido.
Eternas y frías soledades han dado paso a enormes peces abisales, que se alimentan lentamente de las escaleras, dejando al descubierto tendones y arterias palpitantes.
Un tornadocardumen de peces grises se deslizan desde el cielo del tercer piso.
Dejan en el arenoso suelo del recibidor el cuerpo esponjoso y pútrido de una hembra humana.
Aullido visceral: Todas las puertas y ventanas estallan.
El vacío infecto de las calles, de los autos, los edificios, de los oficinistas, las máquinas de escribir, de los periódicos-letra-basura, de las esquinas maquilladas de árboles no deseados, el vacío infecto de los sombreros y los zapatos, los paraguas, la maligna reverberación de la humanidad existiendo, todo es vacío.
Me huelo la mano, la sangre de mi madre me llama desde los anchos portales de la muerte.
Me hundo en tus caderas, Madre.
Me saco los ojos.
Cada vidrio en la yugular es ingresar nuevamente a tu matriz, Madre, ignota, desconocida, hundo más el vidrio, Madre, ahí está tu útero sagrado. Ahí está tu caverna invertida, tu pelo seco de vientos ralos.
Madre, mírame, soy marioneta roja de tristezas: Escúpeme la verdad al caer en tus brazos.