jueves, 7 de octubre de 2010

Tránsito

Meditaba en un momento de tranquilidad (momento cada vez más escaso en estos días) respecto de todos los artistas que han muerto cerca de los 30 años (Alfred Jarry, por ejemplo). Una vez oí decir que si no se cambiaba el curso de la poesía antes de los 30, ya no tenías nada qué decir al respecto.
Siguiendo esa línea, creo que mi anhelo obseso por morir tenía relación con eso de dejar inconclusa una acción para arrojarla eternamente en el espacio del tránsito. No iba a cambiar nada, mis ideas no eran más que mosaicos postmodernos de lo que queda luego de leer extensamente durante 28 años, ante eso, qué más bello que dejar al ave congelada en pleno despegue de sus pies hacia el cielo, las alas arqueadas esperando el viento y la mirada fija en un horizonte que queda suspendido y lejano. Para mí la muerte no era más que la única acción de arte que me quedaba, lo único que quemaría el cuerpo y las manos, el único salto hacia la purificación (aparente).
La Hilandera mantuvo firme el pulso, las tijeras guardadas, el cordón de plata no se corta en esta ocasión en base a decisiones humanas.
A veces me cuestiono seriamente la existencia del libre albedrío.

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