La sobras siempre han sido una obsesión; las atesora para sí con la compulsión de los adictos, ocultándolas entre las ropas plagadas de insectos del jardín.
Antes de llegar a la cocina, sacudía sus zapatos y una estampida multicolor de diversos organismos huía enloquecida por el cataclismo telúrico de los pies chocando contra las baldosas descoloridas del patio trasero.
La sora Perla ronroneaba canciones ininteligibles, mientras preparaba con destreza salsa de caramelo. Con un ojo batía y con el otro soltaba el mameluco de Pancracio.
Le ayudo con eso, musitó... la destreza de desvestir la llevaba en las yemas de los dedos, De tanto desgranar porotos y alverjas, pensó Pancracio. Sabe usté, susurró, el collar de perlas de mi mamita Juana era de verdad, una le sabe esas cosas, la vieja Gregoria decía que no, y le empeñaba por apenas 20 pesos, pero yo sé, porque lo toqué un día, sobé todas las perlas, Cada círculo perfecto eres tú, cosita, ven, toca la mantequilla, soba la perla, sobemos a la Perlita, sóbate tú, soba a la Perlita con tus perlas, mijita.
(El pan caliente. Los nudillos secos. Olor a bencina y a sexo)
De la entrepierna de Pancracio cayó un hilito dorado, dos boletas viejas y la sensación de que Perlita era la sobra perfecta que engarzaba una infinita colección de espejos rotos.
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