Un día llegó ella. Triste como un traje de novia hecho de papelitos amarillos, depositó una maleta en el suelo y dejó un manojo de llaves en el centro latente de su mano derecha. Parecía una escultura de sal, oprimida de adentro hacia afuera. Afuera. Afuera los árboles hacían su primavera entregados al arte salvaje del viento, pero ella concentraba toda la verdad existente en su precioso ombligo, y había un calor y un susurro, algo así como un susurro que -aún hoy- le sube quedamente por las rodillas.
(De La Liturgia de las Horas)
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