lunes, 6 de junio de 2011

De Antígona y la luz que mata.

...Y el silencio nunca es demasiado cuando las letras necesitan agolparse en los dientes, en la lengua, en la punta de los dedos y compulsivamente escribirescribirescribir hasta que llegue el maldito infarto y nos salve a todos de mi ferocidad en la crítica, de mi voracidad en las palabras -apetitosas todas, penetrables todas-, en la catarsis de encontrar la verdad en un par de manos trituradas por la fatalidad.

Hoy -gracias a los cien vientos del destino- me vi leyendo el análisis de Lacan sobre Antígona, y llegué a la conclusión de que al final todos somos condenados alguna vez a ser enterrados, a caer en el mausoleo del olvido porque no conviene que uno hable, ni respire, mejor seguir tragándose el dedo hasta el esófago, mejor creer que la persona que entró por la puerta y dejó su bicicleta apoyada en la pared de mi departamento era ese que era.

Pero no.

Hoy me tomaron entre cinco, me subieron al carro de los locos y me enterraron viva.
La verdad es que no se puede soportar tanta belleza, tanta consecuencia en los actos -sin hablar de moralidad en ellos, esto es obvio-, tanta ética desintegrando la luz.
Malditos sean los que dicen ver la belleza y quedan ciegos.
Malditos sean
Malditos.

Y maldito aquél.

Maldito.