El temblor de los ciclos divinos ha cesado.
Un acompasado movimiento de mareas tranquilas acompaña las pequeñas algas luminiscentes y arrecifes de coral, que inexplicablemente penden de las lámparas de cristal y de los guardapolvos.
Cierra los ojos: la cama se ha disuelto en soledades líquidas, cada vez menos espesas y más leves, pero Ella aún palpita en la solidez de su corporalidad, en sus células murientes, encaramándose desesperadas en la homeostasis, flotando, flotando, cada vez más arriba, elevando apenas su cuello y su delicada nariz, que reposa en los pocos centímetros de aire que resta en la habitación.
De pronto, la quietud.
La brújula gira enloquecida: El origen se ha perdido.
Sus ojos se abren como detonantes proyectiles en medio de un desierto blanco en un solo despertar de carnes dolientes sus uñas roen el yeso luego el concreto luego los ladrillos luego las vértebras de la casa cabalgando sobre sí mismo seis brazos seis piernas seis ojos malogrados por el exceso de vacío se desplazan a toda velocidad por el vertical de la casa anegada como un encorvado ciempiés ennegrecido enlutado.
Llega al minúsculo ventanuco de la habitación de Ella. Un cúmulo de peces la rodea; azota el vidrio como la muerte azota sus parietales, dieciséis veces. Sus nudillos de mudo Dios de Los Insectos atraviesan la ventana y logra quedarse con una guedeja de sus cabellos humedecidos.
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