Siempre va a dolerme, amor, la eterna, eternísima,
paradoja de Zenón jugando con la mente y las matemáticas humanas, que hemos de
componer y descomponer en el rito de las corporalidades creyendo que se
fusionan.
Amor, esto que creemos no es más que la ebriedad
de los sentidos cruzada por un extraño hilo invisible, ideas como huevos
universales se quiebran y generan constelaciones significativas, porque -amor- cada
astro, cada conjunto de astros, cada virtualidad de las uniones es eso: Una
virtualidad.
Es más, la virtualidad no construye otra cosa que
probabilidades.
¿Será también que posibilidades?
¿Será que, en los horizontes creados por estas
rectas virtuales (estos invisibles hilos) nazcan totalidades lo suficientemente
complejas como para que las categorías se vuelvan orgánicas, abandonen el mundo
de las ideas, y puedan (puedas) -efectivamente- ser (en mí/conmigo/para mí/sin
mí/a pesar de mí), y que -en ese ser virtualmente creado- emerja el territorio
(im)posible antes que un mero pool de variables cortándome dolorosamente como
un cuchillo?
Siempre va a dolerme, entonces, la inevitable
fracción -múltiple, infinita- de dos cuerpos rozándose. Jamás en mí, siempre en
sí y para sí, el ser que se urde en tus tejidos.
Ni la mordida, ni la mordaza podrán desgarrar la
única verdad, el único dios: infinitos grados -crecientes- de separación romperán cualquier clase de ilusión, como martillos cayendo en el pavimento, en tanto nos hundimos en este, el misterio de la carne.