Situaciones que, en realidad, nunca empezaron y siempre terminaron.
En eso se podría resumir mi acontecer sexoafectivo en estos días. O tal vez
siempre, en todos los días, desde que aquello que se le llama “sexoafectivo” -y
yo, muy rococó, llamaba “amoroso”- se instaló en mi vida como un vector
relevante.
Ah, dioses.
Devienen los segundos, uno tras otro. Los corazones laten. Los perros ladran,
a veces muerden. Las calles existen cubriendo la polvorosa naturaleza de la
tierra, construyendo dolores más pétreos que la tierra misma, acarreando
ruedas, olores, bencenos, cajas y bolsas de supermercado apiladas en desorden
en algunas esquinas, con coches de bebé en desuso, personas en desuso, angustias
en uso y abuso: suciedad humana en su máxima expresión. Y aún así, a pesar de
que está todo pasando afuera, pareciera que en mi corporalidad solo se expresara
el surco como único síntoma del frívolo pathos de una Tamara en apuros.
Cara de póker y envejeciendo a tumbos; la ebriedad no necesariamente requiere
de leves intoxicaciones de fermentos. La ebriedad, antes bien, requiere de una
natural disposición a rellenar el vacío.
(Y yo he tenido la incauta, la refinada destreza de una coleccionista del
siglo XVII en pleno siglo XXI)
Situaciones que no yacen en la realidad.
¿Situaciones que nunca empezaron? ¿Y qué sucede si empezaron en la
posibilidad mentalmente urdida? Nada sucede, nunca empezaron. Nunca, por tanto,
terminan: son eternas, como mi beso en tu frente.