sábado, 22 de julio de 2023

I’m gonna love you, like nobodies love you, come rain or come shine.


Escucho un piano jazzeado y pienso cómo pude llegar al punto en que el invierno me detenga.
¿Será el invierno, Tamara? ¿Será el infierno de la vejez ardiendo en las canas (cada vez más numerosas) que coronan tu cabeza de reina angustiada y desconocida?
¿Será el ardor del llanto, escociendo los deslindes de tu piel, de tus frívolos dolores, de tus hondísimos, oscuros, abominables dolores (y no por ello menos leves e insustanciales)?
Cuando un insecto es aplastado por cualquier objeto (animado, inanimado, vivo o muerto) su dolor es sustancialmente más relevante que el mío. Pero la muerte, como fin a toda la tragedia del ser encarnado pugnando por unir las piezas de un rompecabezas imposible, en el fondo, no es el fin del dolor como fenómeno universal.
Es, a lo sumo, el cese de un individuo.
El fin de la canción.
Esto porque la ausencia como categoría, y las ausencias como todos aquellos espacios que quedan vacíos sino vacantes, solo existe(n) en la medida que existe también un observador para acreditarlo. Quien está ausente no cuenta con la más mínima posibilidad de expresión en esa precisa sincronía de los aconteceres. El pánico, el aullido de las células, la estridente conjunción de los epitelios, todo aquello no es más que una de tantas expresiones de la condición de ser; estar detenida, por tanto, ¿no es acaso una de las múltiples manifestaciones de que -a pesar de todo, a pesar de mí- sigo viva, respirando, dejando vestigios de mi animalidad extraña, poetizante y ancestral?