domingo, 29 de enero de 2017

Cuaresma.

La casa estaba anegada de soledad. Pancracio caminaba como un sonámbulo, o como un gigantesco pulpo malvestido, pateando muebles agonizantes por el exceso de ausencias.
Sus ojos apenas visualizaban el horizonte; la soledad era tan espesa que se hacía dificultoso proseguir, aun por los pasillos más amplios. En algunos lugares, le llegaba a ras de cuello y podía respirar un poco mejor, liberando sus pulmones del resuello fantasmal que acompañaba la inundación.
Apoyó su brazo izquierdo en el barandal de la escalera. Sentía un dolor intenso, ancestral, mitocondrial, que le iba calando las articulaciones en una ebullición de aguas rojas, como un quebrar de cuellos.
Desde el segundo piso caía soledad a borbotones, Hay que ir, se dijo a sí mismo, hay que ir. Se aferró como pudo a la madera del barandal y luchó contra la corriente, se atragantó a soledades atascadas a otras, encadenadas a un silencio insoportable, interrumpido por sus bocanadas desesperadas, hasta que sucumbió en el doceavo escalón.
Cayó.
Cayó.
Descendió violentamente al infierno del primer piso, infestado de soledades putrefactas y quedó flotando en ellas como un escombro, Margarita, dónde estás, Margarita.

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