Tal vez ya no es agradable mirar
de reojo cómo se cae la ropa desde la cintura hasta mis pies. Seguramente no es
un buen paisaje la curva de mis nalgas desde atrás; no te vas a dar el lujo de
lamer mi pezón con tus ojos, porque mejor mirar el plato… porque ya se murió la
niña bonita, la de piel de nácar y ojos quemados de azúcar rubia. Se murió en
sus dos finos tacones y dio paso a esta infame realidad que soy: sobre mí va mi
cuerpo gastado –disfraz-, sobre mi cuerpo la ropa –disfraz-, sobre la ropa
otras ropas más pesadas –disfrazdisfraz- que se cuelan con el nombre de karma,
y que son tus ropas igualmente. Todo ser carga con esa vestimenta (me digo),
sin embargo, el hecho de mirarte no ha cambiado a pesar de ti mismo.
Los espejos no juegan, los seres
humanos jugamos al espejismo, que no los objetos. Pero este tipo de
revelaciones ya no son importantes, mi cuerpo horadado de tatuajes sagrados
observa con cansancio una taza de baño, una cocina, observa la humedad que se
queda en las paredes y en ninguno de mis labios.
Me muero de hambre, me muero de sed, y no hay nada más
peligroso que una diosa hambrienta.