martes, 26 de febrero de 2013

El ocaso de la diosa


Tal vez ya no es agradable mirar de reojo cómo se cae la ropa desde la cintura hasta mis pies. Seguramente no es un buen paisaje la curva de mis nalgas desde atrás; no te vas a dar el lujo de lamer mi pezón con tus ojos, porque mejor mirar el plato… porque ya se murió la niña bonita, la de piel de nácar y ojos quemados de azúcar rubia. Se murió en sus dos finos tacones y dio paso a esta infame realidad que soy: sobre mí va mi cuerpo gastado –disfraz-, sobre mi cuerpo la ropa –disfraz-, sobre la ropa otras ropas más pesadas –disfrazdisfraz- que se cuelan con el nombre de karma, y que son tus ropas igualmente. Todo ser carga con esa vestimenta (me digo), sin embargo, el hecho de mirarte no ha cambiado a pesar de ti mismo.
Los espejos no juegan, los seres humanos jugamos al espejismo, que no los objetos. Pero este tipo de revelaciones ya no son importantes, mi cuerpo horadado de tatuajes sagrados observa con cansancio una taza de baño, una cocina, observa la humedad que se queda en las paredes y en ninguno de mis labios.
Me muero de  hambre, me muero de sed, y no hay nada más peligroso que una diosa hambrienta. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario