sábado, 14 de septiembre de 2019

Sabbat

Llega el sábado.

Te encuentro sobre la hierba mojada.
Allí estaba, sus piernas largas, extensas como brazos de mar blanquecino. Nada detenía la prolongación perfecta de sus piernas, zozobrando en otro mar, retenido en el jardín. Intentaba, por todos lo medios, subir una rodilla. Los dedos meñique y anular de su mano izquierda se crispaban cada 85.3 segundos, en un ciclo sagrado de 7 minutos.
El tintineo lejano de la cocina arrojaba ligeros vahos de cazuela de cordero; unas manos vaciaron una cacerola sobre una olla de greda. Todo es sonido. Burbujeo. Olor. Burbujea también la saliva, pensó Pancracio en voz alta. Tomó a Margarita con dulzura desde la nuca y acercó su cráneo al suyo. El éxtasis que la arrebataba no le permitía otra cosa que expeler sagrados óvalos de saliva alrededor de su boca, cuyo sabor quedó impregnado en la lengua de Pancracio.
No hay otro dios.
No hay otra sustancia.

El aire se desgrana. Llegan, desde lejos, voces entrecortadas, un plato roto, zapatos que corren por escaleras con un bulto entre los brazos.
En el parqué quedó el delantalcito blanco: manchas de pasto y orina.






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