La depresión del terreno cede y la tensión telúrica se derrumba. Desde ese surco, me desplazo hacia una oquedad enorme: el paisaje hostil se transforma en una esfera blanca y líquida, que cada cierto tiempo es humidificada por una sola gota caída del cielo.
Escucho una voz ensordecedora que me llama y grito, grito, grito, grito, grito, mis tímpanos se revientan.
Desesperadamente me sumerjo en la oquedad.
Y eran mis ojos.
Y eran las arrugas de mis sienes.
Y era yo, una como exploradora de parajes sagrados y desconocidos de mis carnes expuestas.
Y apenas emergió de mi garganta un sonido inaudible, supe que había retornado a la enagua bajo la falda, al los zapatos baratos y gastados, a la infame ignorancia de mis días.
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