viernes, 6 de diciembre de 2019

El despertar de la ninfa

Un mar de arena. No, una explanada rugosa. Montículos que obedecen a un Samsara desconocido, recogen su sustancia y elevan sus magnitudes para luego descender y hundirse en lo profundo de la mullida superficie.  Se puede intuir el espíritu rojo de un ciervo herido, algo como de cuellos quebrados, de mariposas estrelladas contra una ventana.
La depresión del terreno cede y la tensión telúrica se derrumba. Desde ese surco, me desplazo hacia una oquedad enorme: el paisaje hostil se transforma en una esfera blanca y líquida, que cada cierto tiempo es humidificada por una sola gota caída del cielo.
Escucho una voz ensordecedora que me llama y grito, grito, grito, grito, grito, mis tímpanos se revientan.
Desesperadamente me sumerjo en la oquedad.
Y eran mis ojos.
Y eran las arrugas de mis sienes.
Y era yo, una como exploradora de parajes sagrados y desconocidos de mis carnes expuestas.
Y apenas emergió de mi garganta un sonido inaudible, supe que había retornado a la enagua bajo la falda, al los zapatos baratos y gastados, a la infame ignorancia de mis días.

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