De oro, iluminada, una creciente fibra concordante a la sucesión de Fibonacci se desplaza en cámara lenta hacia la izquierda y hacia arriba, diseminando innúmeros puntos dorados por el espacio de la habitación.
Todo se sumerge en un líquido espeso y negro, primigenio, sacrificial.
Como una fauce abierta, la luz exhibe una única línea palpitante, enrojecida por los movimientos de la carne.
Pancracio se recupera de la visión y se incorpora, es Ella. Desnuda su pierna, las manos buscan rápidamente una media en el cajoncito de la cómoda. La luz que se proyecta desde la ventana cae sobre la blanquísima porción de piel que cubre el coxis y las nalgas.
Rembrandt, farfulló. Se ahogaba con su propio aliento, la soledad había inundado todo el primer piso y ya no era posible usar la escalera. La pierna desaparece en la oscuridad, presurosa y continuando el movimiento del Todo (siempre ella es el Todo), se incorpora el cuerpo. La mente, asida de la soga del silencio, sorbe la oscuridad hasta que de pronto se hace la luz.
Una pesada cortina se abre.
Una ventana se rompe.
Un pájaro muerto cae.
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