Humillada y sola, recogía su pelo para lentamente capturar naipes muy viejos que veía caer desde el techo. Se acumulaban círculos de humedad que ennegrecían el cielo; en el centro de cada uno, una gruesa gota de agua incrementaba su volumen hasta cuajar en una carta de naipe inglés, de carácter absolutamente aleatorio, cuya superficie iba envejeciendo hasta que ella las tomaba con sus manos. Depositaba cada una sobre la cama y sorbía del aire un sabor metálico, denso, fácilmente condensable en el paladar. Tragaba saliva y, al cabo de unos segundos, salía de su boca un vapor azul que rodeaba su garganta como un levísimo e imposible collar.
La soledad subía sin cesar por las escaleras hacia las habitaciones.
Cayó una última carta antes de la inundación, la levantó (pesaba tanto como una maleta de hierro, como un pájaro de roca templada; palpitaba en contrapunto con los latidos de los corazones de algunos infantes moribundos): No era ya naipe inglés, el dibujo de una hoz roja destruía el sagrado orden de la baraja. La soledad empujaba la puerta a golpes acompasados, una marejada se precipitaba y escurría por las rendijas, Margarita tragó la carta, que descendió por su garganta hacia el sistema digestivo con lentitud ceremonial.
(En la escalera, con los ojos cerrados y mientras me aferraba desesperadamente a la balaustrada, esculpía estelas invisibles con las visiones de Ella.
El universo se desintegra ante mis ojos.
Ella está muriendo).
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