Un día te veré así, Henry, most of all loved, riendo, conversando tranquilamente sobre la antropología de la tortura moderna mientras me recuerdas, con los brazos levantados, que ya no estamos para esas cosas, que mejor te ayude a buscar los lentes porque la presbicia es un mal que ni Sartre sería capaz de conjugar en una obra, tan absurda te parece la muerte de las células del ojo como a mí me aterra que el instante este se irá por el desagüe, tal como las células y los radicales libres van haciendo su trabajo catabólico en nuestros cuerpos, Henry, un día me verás y ya el sexo no será importante, pues la mera capacidad de tocarnos será una demostración funesta de nuestra materialidad, de que estamos anclados a una masa molecular que cada vez funciona menos y piensa más, porque, sabes bien, los años nos acribillan a pensamientos recurrentes, a teorizaciones especialmente activas en las noches. La vejez es un estado de lucidez casi idéntico a la locura, tú dirás que estamos al borde de terminar el óctuple sendero, que intente ser feliz al menos en el último tramo que nos queda. Levantarás los brazos nuevamente, y yo sonreiré, porque amo tu dios interno, que te hace hermoso como una araucaria, como una piedra solitaria y rodante, como el aire que exhalas y que yo guardaría en preciosos frasquitos de vidrio para enterrarlos conmigo.
Oh, Henry, pequeño, maravilloso, amante, mi maldición es pensar demasiado
en la zona de las decisiones.
La tuya es comprenderme demasiado.
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