domingo, 3 de abril de 2016

Henry, mon amour

Escuchaba el otro día a un erudito hablar sobre los espacios de ambigüedad en los textos literarios, y cómo -en el marco de la estética de la recepción- el lector completa el vacío, apropiándose de tal modo de la obra; y, claramente, la obra sirviéndose del afán de completitud del individuo, cobra un sentido y razón otro, que jamás tuvo, que jamás tendrá. 
Henry, tu belleza estética es tu ausencia. 
Desconozco tus límites, tus fracasos, tus maravillas, tus miedos, tus (in)capacidades, tu potencial cercanía al vicio, desconozco tu exquisita malevolencia, y tu posible tendencia al narcisismo patológico no hace más que deleitarme. 
No me malentiendas, dear one, soy una receptora preciosista, creo cosmogonías que salen de mi boca o mis dedos sin distinguir parámetros morales, amo todo lo que viene de ti, pero amo más lo que viene de mí hacia ti: Podrías ser un monje tibetano, un ave del paraíso, una piedra preciosa y amaría igualmente cada espacio de tu espíritu. 
Ahora que eres tú, Henry, amo tu vacío. 
Eres el Tao.
Eterna,
perversa,
deseada vacuidad.

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