Margarita Margarita Margarita.
Salve Salve Salve, Domina.
Salve, radix, salve, porta
Ex qua mundo lux est orta:
Gaude, Virgo gloriosa,
Super omnes speciosa,
Vale, o valde decora,
Et pro nobis Pancratium exora.
Las manos tiemblan.
Las manos sudan.
Las manos corren como hembras neuróticas, desnudas, por un puente de cuentas de plástico para el regocijo de quien sea capaz de apreciar ese pequeño milagro de la divinidad.
Las uñas titilan.
La luz malparida de los velones y la ampolleta de 60 watts gorjean en un diálogo infinito de destellos en las uñas.
Todo -Ella es el Todo- es perfecto en su composición.
La sustancia es contenida por la forma, así sucede en todos los objetos observables en la realidad dispuesta por la conciencia individual, así sucede, pero Ella es un áspid sagrada o un vaso de jade en medio de un peligroso basural de yesos figurativos y actos de contrición:
Yo, Pancracio contemplo y oro.
(Ora, sí, profundamente, profusamente, en palabras jamás oídas y sólo comparables en belleza al Cantar de los Cantares.)
La adoración llega a su maxima expresión cuando percibo el hilo aromático de las ropas de Margarita: cuánta paz en el deseo de su espalda; cuánta paz se observa en el coxis que prolonga su existencia en adorables nalgas, y las piernas...las piernas que son dos columnas de marfil atadas a la tierra por unos zapatos malzurcidos y excesivamente cepillados.
Pancracio apreta los ojos ante la notoria erección, que oculta tras la gran humanidad de la Sora Perla, cuya beata ignorancia confundió el duro roce de la ropa de Pancracio con la cola del Demonio intentando abrir sus faldas, exarcerbando aún más su letanía.
Pancracio se arrodilló suavemente y lloró, agradecido, mientras el flujo del orgasmo corría por sus piernas.
(De La Liturgia de las Horas)